lunes, 1 de agosto de 2011

Su otra mitad.-

Merodeaba en las cercanías de la iglesia, fumando uno de los habanos que había traído su futuro suegro de República Dominicana. Había intentado fumarlo anteriormente, pero el fuerte tabaco lo ahogaba y comenzaba a toser. No le gustaba mucho. Sinceramente nunca le gustó, pero el caso es, que ahora (más que nunca) era necesario utilizar cualquier método anti estrés existente. Se encontraba demasiado nervioso, y es que lo que había hecho y lo que iba a hacer, ameritaban un toque de tensión. Bastante tensión.
Sin poder más, apagó el puro y guardó lo sobrante en la antigua cigarrera. Sacó un pañuelo y secó el sudor de su frente, y también aquel incómodo líquido que suele salir en ocasiones de los ojos. Se dispuso a tomar el toro por las astas y emprendió rumbo hacia el interior de la iglesia con paso firme y mirada en alto. Desde ya, clamando  perdón al cielo.
De rodillas y con la cabeza baja, lloriqueaba al cura su fatal pecado. Había matado a una mujer, pero no cualquier mujer. Sino a la que sería su propia mujer, aquella que lo albergaría en su boca,  en su cama, en su pecho. Su prometida.
Comenzó a susurrar palabras ininteligibles, y a sudar cada vez más. Extraños movimientos se apoderaron de su cuerpo. Los susurros se transformaron en agudos gritos  y por fin despertó. Todo había sido un mal sueño, una lamentable pesadilla. La típica de todas las noches.
En medio de la noche en la cárcel, buscó sus anteojos y se irguió de la paupérrima y sonora cama. Abrió el cajón de la mesita de noche y sacó una cajita de madera que había en él. Sigilosamente sacó una fotografía a la que le faltaba un trozo. Aparecía sólo él, faltaba la mitad la que rompió hace años, preso del desconcierto de no poder dar marcha atrás a violentas decisiones tomadas, y preso del ahogo de saber que nunca más contaría con esa mujer. Su otra mitad.